EL MONASTERIO CLARISO DE SAN JOSÉ, DE LA VILLA DE LA OROTAVA
La fundación del monasterio de monjas
clarisas de La Orotava
tuvo lugar en una época en la que comenzaría a fraguarse un solvente bienestar
económico, fruto del auge alcanzado por la exportación del vino malvasía desde
finales del siglo XVI. El crecimiento económico permitió que la aristocracia
local promoviera la fundación y el patronazgo de conventos y capillas con el
fin de alcanzar un mayor prestigio social. Así, años antes de la fundación de
este monasterio tuvo lugar la creación, no exenta de polémica, del cenobio
dominico, al tiempo que los agustinos intentaron establecerse sin éxito en la
localidad.
En medio de una situación nada favorable
en lo que respecta a fundaciones de órdenes masculinas, los conventos femeninos
se erigirán sin complicaciones, siendo los dos que existieron en La Orotava resultado de la
sesión de terrenos particulares o incluso de los hogares de los propios
patronos para este propósito. Es el caso del convento dominico de San Nicolás,
que nacería como resultado de la intención de su erector, el licenciado Nicolás
de Cala (1561-1625), de «fundar un convento y con particular providencia en la
casa en que vivía».
Respecto al convento de San José, ya en
1594 hubo una tentativa de fundar un convento de monjas claras a través de los
regidores Luis Benítez de Lugo y Francisco Suárez de Lugo. Aunque nunca se
logró tal propósito,
fue José de Llarena quien obtuvo la Real Licencia para ello en 1597, procediendo a la
edificación en 1601, año en el que siete monjas procedentes del convento
clariso de San Cristóbal de La
Laguna fundarán la nueva comunidad.
Desde el mismo tiempo de su
establecimiento numerosas religiosas del cenobio gozaron de una aureola de
santidad, incluso las dos hijas del patrono que formaban parte de las monjas
fundadoras. De todas ellas destacará la Sierva de Dios María Justa de Jesús (1667-1723),
fallecida con olor a santidad y cuya vida, actividad piadosa y proceso de
beatificación estuvo tejido de controversia. Sin embargo, éste no es
un caso aislado porque existieron casos similares en otros conventos de las Islas.

Pero, sin duda, una de las causas que
favoreció la popularidad del convento fue el éxito de ciertos cultos que
acontecían en su iglesia, destacando, entre otros, la ceremonia del Santo
Entierro cada año en Semana Santa y las funciones celebradas en honor de la Virgen difunta coincidiendo
con la festividad mariana del 15 de agosto, afamadas por la teatralidad de su
representación.
La primera acontecía el Viernes Santo, partiendo el cortejo procesional
previamente del convento franciscano de San Lorenzo. Al llegar al monasterio de
San José y, entre nubes de incienso, se procedía a dar sepultura al cuerpo del
Señor entre cantos y responsos, mientras las monjas, en el coro, daban golpes
en la tarima con cruces al ritmo de sus genuflexiones. En la celebración de la Asunción también se
realizaba el entierro de la
Virgen en un ambiente festivo y multitudinario, procediendo,
mediante vetustas poleas, a la subida de la imagen al cielo. Estas prácticas
fueron criticadas por los sacerdotes y frailes ilustrados de la época, de las
que sólo debía mantenerse el canto de la Salve «y todo lo demás omitirlo absolutamente».
Ciertamente, el mayor interés del
complejo recaía en la iglesia del monasterio.
En 1868 su altar mayor estaba dotado de un retablo con cinco calles y
tres cuerpos, albergando los dos superiores obras pictóricas. Presidía el templo la
imagen de la
Purísima Concepción, que fue colocada allí por las monjas en
1682 y que se encuentra en la actualidad en la parroquia de San Juan Bautista, junto con las imágenes de
San Bernardo, Santa Clara, San José con el niño y San Francisco. Tanto la santa
franciscana como el Niño de San José fueron sustituidas por piezas de Fernando
Estévez (1788-1854) en el siglo XIX. Delante del retablo mayor
se disponía un conjunto de manifestador, sagrario y frontal de plata, obra de Miguel
García de Chaves (1732-1805) en labores de carpintería.
Entre los bienes inventariados del convento
se hallaba también una Virgen del Carmen, situada en un pequeño retablo lateral
y de la que perdemos su rastro tras el cierre del convento en 1868. En otro
altar se veneraba a la imagen de Nuestra Señora del Cautivo con un Divino
Infante, junto a las efigies de San Miguel, San Luis Obispo, San Lorenzo y San
Benito. Cabe destacar que durante el siglo XVIII existió otro altar con la
imagen del Cristo de la Salud,
realizada quizá por Lázaro González de Ocampo (1651-1714) y que se supone fue
vendida junto a una Dolorosa a Domingo Barroso en 1806, quien acabaría
donándolas a la recién creada parroquial de Arona.
El coro bajo estaba decorado con tres
lienzos, una sillería dispuesta junto al facistol que fue trasladada en parte a
la vecina parroquia de la
Concepción después de 1868, y tres nichos embutidos
en la pared que contenían tan sólo dos imágenes de San Juan Evangelista y Santa
Rita de Casia. El coro alto conservaba igualmente una sillería completa junto a
un órgano y otras imágenes y lienzos. Por otro lado, la
sacristía del templo disponía de numerosas piezas de orfebrería y textiles.
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Santa Clara de Asís / JHM. | |
Sin embargo, y aunque el monasterio de
las clarisas sobrevivió a los efectos de la desamortización de Mendizábal
(1835), sería a partir de entonces y, en especial, motivado por la destrucción
de las Casas Consistoriales por un incendio en 1841, cuando se inició un
proceso muy complejo e irregular para adquirir el solar por parte de las
autoridades civiles, consiguiéndolo definitivamente en 1868. Así, entre 1868 y 1869
se procedió a la destrucción de todo el convento clariso, sobre cuyo amplia
parcela acabaría construyéndose la plaza del Ayuntamiento, las nuevas Casas
Consistoriales, la calle Linares Rivas y la Hijuela del Botánico. Con esta medida desapareció
para siempre uno de los testigos arquitectónicos más notables de La Orotava del Antiguo
Régimen, una auténtica mole que ocupaba buena parte del centro poblacional y se
encontraba ya en franco periodo de decadencia por la escasez de medios con que
garantizar su mantenimiento. De todas formas, un artículo aparecido en el
periódico El Teide [Santa Cruz de
Tenerife, 16/VII/1841] lo describía en términos elogiosos:
«El convento de San José es [...] uno
de los más colosales de la provincia; ocupa gran parte del pueblo, y además
tiene en su ámbito cuadras de casas y calles que se cerraron y fueron
incorporándose a la clausura. En una palabra, es tan grande como el convento de
S. Francisco de esta capital [sobreentiéndase
Santa Cruz de Tenerife] o el de S. Agustín de La Laguna»
Lástima que no haya podido localizarse
una planta y croquis de todo el convento, así como una primera fotografía o
representación gráfica del inmueble dada su supervivencia hasta bien entrada la
década de 1860. Ante ello, sólo nos queda el recuerdo y la no tan extensa
documentación que lo describe antes de su desmantelamiento. Con esta acción desparecería para siempre la
iglesia monacal de una nave, la sucesión de dos claustros con cerca de un
centenar de celdas y dependencias comunales, la famosa «enfermería de las monjas», el traspatio, el huerto
trasero y una amplia tapia de mampuesto que fue construyéndose a medida que lo
requería la fiebre edificadora del siglo XVII. Pero, sin duda, lo más
lamentable fue la pérdida de un elevado volumen de bienes patrimoniales, ya que
tras la desamortización de Mendizábal en este complejo de San José se reunieron
enseres procedentes del cercano convento de San Lorenzo y de otros existentes
en la Villa. Es
cierto que algunos fueron trasladados a las parroquias de San Juan y la Concepción, pero
sabemos fehacientemente que la mayoría llegarían a repartirse entre sus
legítimos propietarios, personajes cercanos al convento y no pocos
particulares. Aún así, por encima de todo, la piqueta y la inquietud de un
progreso quizá mal entendido desembocaron en la desaparición de un espacio con
alto interés para el arte local.
Es de suponer que parte de su amplio
retablo mayor sobreviva reutilizado en los templos de la localidad, aunque no
sucede así con los «magníficos y
dorados techos» que cubrieron el amplio
presbiterio de la iglesia desde el Seiscientos. En cualquier caso, para
hacernos una idea de la magnificencia del recinto basta con contemplar la
antigua portada del templo, que fue habilitada como frontis de la capilla del
cementerio después de 1868. Es, en realidad, un bellísimo testimonio pétreo de
la solvencia alcanzada por el monasterio durante el siglo XVII, su época de
mayor esplendor .