“Espera, pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿cómo te digo que me esperes
Si estás, para esperar, los pies clavados?”
Félix Lope de Vega.
Cuenta una historia que, en
cierta ocasión, se reunieron los diablos a maquinar contra los hombres. El
objetivo de aquel día estaba claro: privarlos de la felicidad. En medio del
debate sobre cómo conseguirlo, intervinieron varios miembros de la reunión. Uno
de ellos propuso esconder la felicidad en lo más profundo del mar, donde de ella
nada se supiera. Pronto lo increpó el gentío argumentando que el cada vez mayor
avance tecnológico llevaría a que en breve el hombre fuera técnicamente capaz
de soportar la presión de la profundidad y la hallaría. Otro diablo intervino,
planteando que por qué no abandonar la felicidad en las cimas más elevadas del
mundo. La respuesta de los allí reunidos sobre el despropósito que ello
supondría cuando ya están coronadas las más altas cumbres por ávidos montañeros
no se hizo esperar. De pronto, un diablo dio una idea brillante: “escondamos la
felicidad en el corazón del hombre, porque se va a empeñar tanto en buscarla
fuera que ahí nunca la encontrará”.
Estos días de Carnaval nos
muestran una estampa, cuanto menos, sorprendente. En la calle, el bullicio de
la gente, el colorido de los disfraces, el vacilón, la fiesta… Dentro de los
templos, el velo, la imagen central del Crucificado, la ausencia de flores, la
austeridad. Las calles, llenas; los templos, vacíos. Evidentemente, si hablamos
de felicidad está más que claro que el colorido de los disfraces se aproxima
más a ella que el liso morado de los velos en los templos. Pero no.
La felicidad que Cristo nos trae no está reñida con el jolgorio de la fiesta, pero sí es totalmente diferente. El carnaval pasa, Cristo no. La vida pasa, Cristo no. ¿Por qué? ¡Porque Cristo es la vida! Y su felicidad es la Vida que gloriosa se levanta del sepulcro en la sacratísima noche de la Resurrección. La Felicidad de Cristo no acaba ni cuando el cuerpo se corrompe pues es eterna como lo es Él. Así, la cuaresma que hoy comenzamos nos invita a despojarnos del mundo para volver a Él. Es un grito estridente como la voz de Jonás en Nínive llamando a la conversión, a la caridad, a la penitencia. En definitiva, al desprendimiento del yo y el asimiento a Él.
La felicidad que Cristo nos trae no está reñida con el jolgorio de la fiesta, pero sí es totalmente diferente. El carnaval pasa, Cristo no. La vida pasa, Cristo no. ¿Por qué? ¡Porque Cristo es la vida! Y su felicidad es la Vida que gloriosa se levanta del sepulcro en la sacratísima noche de la Resurrección. La Felicidad de Cristo no acaba ni cuando el cuerpo se corrompe pues es eterna como lo es Él. Así, la cuaresma que hoy comenzamos nos invita a despojarnos del mundo para volver a Él. Es un grito estridente como la voz de Jonás en Nínive llamando a la conversión, a la caridad, a la penitencia. En definitiva, al desprendimiento del yo y el asimiento a Él.
Es una felicidad muy diferente a
la que el mundo predica, es cierto; pero ni el propio mundo es eterno como sí
lo es Él. Ahí está, como dijo Lope, esperándote en la Cruz, derramando la
última gota de sangre por ti, para dártelo todo sin pedirte nada. La Felicidad
que Él te trae está en ti, escondida en tu corazón. La Cuaresma es el camino
para descubrirla.
E. D. G.