Déjame, Señor, así,
Déjame, que en ti me muera,
Mientras la brisa en la era
Dora el tamo que yo fui”.
(Himno de la
Liturgia de las Horas)
Corre
el año de gracia de 1663 cuando, en la Ciudad de Sevilla, Don Miguel de Mañara,
rico hacendado de la Urbe hispalense, es nombrado Hermano Mayor de la Hermandad
de la Santa Caridad de esta ciudad. Él mismo sería quién diseñaría el programa
iconográfico de los celebérrimos lienzos de Juan Valdés Leal “In Ictu Oculi” y
“Finis Gloria Mundi”, auténtica representación figurativa del Discurso de la
Verdad, su única obra literaria. En ella, Mañara reflexiona sobre la fugacidad
de la vida, lo que es hoy y mañana no es. En definitiva, aquella visión poética
que planteaba el gran Francisco de Quevedo cuando, dialogando con una calavera,
escribía “metido en la paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros
juntos / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los
muertos”.
Qué
duda cabe de la fugacidad de esta existencia. Piensa en esta última semana,
este último mes, este año ¿qué son? Un ayer que pasó, vividos plenamente o
imperdonablemente desperdiciados, pero pasado, irrecuperable memoria. Es
innegable negar que el tiempo pasa y que nosotros pasamos con él inexorablemente.
Es triste, pero es.
Pero somos cristianos y Cristo nos enseñó que no es la muerte el final, que la muerte es el principio de la infinitud. ¡Con razón anhela Santa Teresa que llegue su muerte para ver a Dios, para gozarlo plenamente!
Pero no todos tenemos el espíritu arrebatado de la gran santa carmelita y la muerte nos apena y entristece y, al enfrentarla, se nos nubla la visión tras el espejo del llanto, del temor, de la desesperanza. Pero Cristo vive y nosotros con él, y es esto lo que celebramos en estos días de Finado que se aproximan: que aquellos miles de millones que han muerto en Cristo, viven con él y, a aquellos que no lo han conseguido aún, debemos dejarle como redención nuestra oración para que con ella aspiren al fin a ver la Gloria Suprema. También por nosotros tendrán que rezar un día, y a esto nos dedicamos estos días: al recuerdo, la memoria y la oración por nuestros familiares y amigos que ya no están con nosotros pero que viven la abstracta vida del pensamiento.
Pero somos cristianos y Cristo nos enseñó que no es la muerte el final, que la muerte es el principio de la infinitud. ¡Con razón anhela Santa Teresa que llegue su muerte para ver a Dios, para gozarlo plenamente!
Pero no todos tenemos el espíritu arrebatado de la gran santa carmelita y la muerte nos apena y entristece y, al enfrentarla, se nos nubla la visión tras el espejo del llanto, del temor, de la desesperanza. Pero Cristo vive y nosotros con él, y es esto lo que celebramos en estos días de Finado que se aproximan: que aquellos miles de millones que han muerto en Cristo, viven con él y, a aquellos que no lo han conseguido aún, debemos dejarle como redención nuestra oración para que con ella aspiren al fin a ver la Gloria Suprema. También por nosotros tendrán que rezar un día, y a esto nos dedicamos estos días: al recuerdo, la memoria y la oración por nuestros familiares y amigos que ya no están con nosotros pero que viven la abstracta vida del pensamiento.
Vivamos
estos días con fe y esperanza en que la muerte no es el final y no manchemos la
memoria de nuestros parientes y amigos difuntos con una fiesta extranjera, vana
y comercial que la publicidad y la globalización se empeñan en imponernos.
Cristo vive, ellos también.
E. D. G.